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Todo conduce necesariamente al paisaje

Philipp Otto Runge

 

 

Hace ya varios siglos que el paisaje dejó de ser considerado tan solo un telón de fondo. Los pintores románticos reconocieron en él alegorías de estados emocionales y le dieron una preponderancia simbólica, cargada de fuerza y misterio. Pudieron comprender la importancia psíquica de la naturaleza como proyección de nuestra alma. Todo lo que vemos no es más que una expresión de las fuerzas que ebullen en nuestro interior.

 

Pero no solo la naturaleza como escenario tiene tal poder simbólico, sino también los fenómenos y fuerzas que en ella acontecen: planteaba Jung que todos los procesos naturales convertidos en mitos, como el verano y el invierno, las fases lunares, la época de las lluvias, etc., no son sino alegorías de esas experiencias objetivas, o más bien expresiones simbólicas del íntimo e inconsciente drama del alma, cuya aprehensión se hace posible al proyectarlo, es decir, cuando aparece reflejado en los sucesos naturales[1].

 

En el siglo XIX tuvo lugar el auge de la ciencia y los viajeros exploradores recorrieron el mundo de la mano de artistas que ilustraban los prodigios de un planeta extraordinario. Alexander von Humboldt tuvo la fortuna de visitar el continente americano en un momento en que la destrucción y doma de la naturaleza estaba aún en un estado incipiente, y pudo conocer tierras de tal esplendor que ni en nuestros sueños más delirantes podríamos imaginar. Sus viajes por el continente lo marcaron de manera indeleble, de modo que tras su regreso a Alemania siguió soñando con su inolvidable viaje a las regiones equinocciales. De esta manera, animó e impulsó el trabajo de artistas y exploradores, contagiándolos de ese entusiasmo que nunca mermó. Fue así como, a mediados del siglo XIX, se convirtió en el padrino del artista Ferdinand Bellermann, compatriota suyo, pintor y naturalista fuertemente influenciado por sus viajes e ideas.

 

En 1842 -hace ya 180 años- gracias al apoyo de Humboldt, Bellermann tuvo la fortuna de viajar a Venezuela y recorrer un país que apenas alcanzamos a vislumbrar. Pero su potente y evocadora obra es tan persuasiva como los textos de su tutor, y hasta hoy día nos hacen revivir la magnificencia del paisaje natural como proyección de nuestra alma exuberante.

 

La obra de Bellermann ha sido siempre muy apreciada en Venezuela, y en mi adolescencia tuve la inmensa fortuna de encontrarla en diversas exposiciones hasta que, en 1991, cuando aún culminaba mis estudios de Biología en la Universidad Central de Venezuela, me topé con la exposición Memoria del Paisaje, en la Galería de Arte Nacional. En ella me encontré frente a la obra de este científico del arte, una epifanía que quedó en mí como una marca imborrable.

 

Poco después de graduarme, me convertí también en un científico del arte, y comenzó mi carrera expositiva.  Sin embargo, el paisaje, esa fuerza que me conmueve y secuestra mi mirada en cada uno de los numerosos viajes que he emprendido, no había logrado ser más que un telón de fondo. Una escenografía en la que se desarrollaba la imagen de algún sujeto.

 

Hace poco menos de un año, sometidos todos al encierro de una cuarentena estricta, confinados a la intimidad de nuestro hogar, tuve la oportunidad de desahogarme en una serie de incursiones a un bosque cercano a Caracas, y fue entonces cuando pude reconocer la importancia alegórica que tiene el paisaje en mi vida y, ahora, en mi obra. Pude realizar una serie de imágenes de gran carga pictórica y, así, nació este proyecto Bosquejos. Una serie en la que, por fin, el paisaje es el protagonista, el centro del drama. A través de la edición digital, no solo pude construir un cuerpo de obras oníricas relacionadas con ese bosque en el que ocurrió la posesión. Pude también, revisando mis archivos -que son mis diarios de viaje- reconstruir las emociones que los diferentes paisajes han representado en mi vida, de la misma manera en que Bellermann desarrolló gran parte de su obra partiendo de los bosquejos y notas de viaje, mucho después del regreso a su tierra natal.

 

Sin embargo yo recurro a la ruta inversa para llegar a mi propuesta: parto de imágenes nítidas y definitivas para, a través de la deconstrucción, llegar al bosquejo, pues siento que es éste el que resume la esencia del paisaje. Es una serie que intenta desdibujar los paisajes para llevarlos a su núcleo simbólico u onírico, convertirlos en paisajes arquetipales.

 

El cuerpo es el lugar donde encarnan las emociones. Y ese cuerpo matérico a su vez se halla ubicado en el espacio, también matérico, como un continuum. De esto deriva el que las emociones se manifiesten a través del cuerpo y del espacio en el que éste se encuentra o contempla, es decir, el paisaje. En palabras de Paloma Puente Lozano:  pues es ese cuerpo a cuerpo con el paisaje lo que define la participación del individuo en una aventura sin la cual el mundo se reduce a estéril superficie privada de significado.

Bosquejos es una ofrenda al poder que las obras Bellermann tuvieron sobre mi vocación como científico del arte -o artista de la ciencia- y un reconocimiento, en tiempos en que ha sido vetado, al poder del paisaje como expresión de nuestra alma indómita. 

 

[1] Jung, C. G. Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona, Paidós, 1997.

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