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La violencia deja huellas indelebles. No hay guerra pequeña. Ese es el campo del dios Marte, que ha habitado en nuestras mentes en forma de arquetipo desde que hemos dejado registro como especie. La guerra nos acecha y consume en forma cíclica. La violencia explota con mil caras por todas partes. También en nosotros.

 

La mitología corre paralela a la astronomía y vemos, cada vez con más claridad, las huellas de la violencia sobre el planeta Marte, el más parecido a la Tierra. Cráteres de impacto, abismos, dunas, grietas, deslaves, cañones y volcanes, con el Monte Olimpo coronado como el más alto del Sistema Solar. Se presume que en ese pequeño planeta existió vida bajo otras condiciones. Pero todo lo que aparece a nuestra vista son heridas, restos de cataclismos sin medida erosionados incesantemente por vientos furibundos.

 

Las heridas son la consecuencia, pero también la causa de la epifanía de Marte. Se trata de un dios extraordinariamente emotivo e impetuoso, con vocación para perder las riendas, cuyas heridas están muy expuestas, aunque profundamente arraigadas. Como las nuestras.

 

La Tierra, o más bien, nosotros, en nuestra propensión a la violencia tenemos un enorme parecido con ese mundo vecino. Marte se acerca y nos va revelando, como en un espejo, de qué está hecha su piel. Tal vez podamos comprender a tiempo, tras su contemplación, qué fuerzas descontroladas lo devastaron.

 

Antonio Briceño

Abril 2016

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