Félix Suazo
Mayo 2014
La mirada supone un desnudamiento tácito del ser que se manifiesta, proyectando sus frustaciones, horrores y apetencias. Quien mira en realidad se deja ver, al tiempo que ofrece la hondura de sus pupilas como espejo. Esta dinámica es un ritual de completamiento expresivo que requiere de un horizonte común donde el otro (o los otros) participa(n) con su indiferencia o complicidad.
Antonio Briceño (Caracas, 1966) ha desarrollado una serie de retratos videográficos de algunas personas que han sido víctimas del uso excesivo de la fuerza por cuerpos de seguridad durante las protestas que han tenido lugar en Venezuela entre febrero y marzo de 2014. Briceño les a ha pedido que miren a la cámara y recuerden en silencio las experiencias vividas durante esos días. Cada uno de esos rostros es un testimonio mudo, un soliloquio de miradas fluctuantes, que se balancea entre la introspección y la remembranza.
Dichos retratos han sido iluminados como en una sala de interrogatorios, bañados por una luz frontal e inquisidora. Cualquiera pudo estar allí, con razón o sin ella, después de ser aprehendido, golpeado o amenazado. Pero, de cierta manera, tanto las víctimas como sus inefables captores, comparten la misma celda, envueltos en la sordidez de una “causa” sin delito y de unos culpables sin castigo. A ese círculo de impunidad simbólica, también concurren los espectadores, aun ilesos, que ahora se ven retratados en los ojos del otro, en la pulsión variable de sus recuerdos inconfesados, en la ira, en la indefensión, en la impotencia.
El retrato, uno de los géneros predilectos del autor, adquiere en esta serie una fuerte movilidad interior que trasciende la fijeza del encuadre y la quietud de sus modelos-testimoniantes. Aquí, el sujeto se define por su actividad psíquica, más que por la semejanza con el modelo, pues lo que importa es el efecto somático del recuerdo, la tensión muscular, el sudor, la respiración, el temblor de las esquirlas lumínicas sobre los ojos. En este caso, el medio videográfico permite una breve pero efectiva sincronización temporal con los espectadores, incorporándolos a un flujo de emociones cruzadas. Se trata, en síntesis, de un cara a cara, entre los personajes retratados y quienes escrutan sus semblantes desde “afuera”.
La omertá -ese concierto de complicidades interesadas en omitir lo que sucede- invisibiliza a las víctimas, incluso cuando el origen de su aflicción es “público y notorio”. ¿Qué hacer entonces? ¿cómo mostrar lo que el poder y sus aliados se niegan a ver? En vez de registrar el forcejeo de las barricadas, Briceño opta por la intimidad muda y el contacto sin pose. Muestra a los presuntos sediciosos, sin añadir ningun detalle anecdótico. Más allá de la épica callejera, lejos de las detonaciones y los gases; en la contrastada penumbra del estudio, las emociones afloran frente a la cámara. Solo hay que mirar a traves de los rostros quietos, para ver lo que ellos miran y confrontar las secuelas somáticas y mentales de la intolerancia. A fin de cuentas, todos somos “testigos oculares” de una realidad “sobrevenida”.