Katherine Chacón
Mayo 2016
Los griegos, que leyeron tan cabalmente el alma humana, tenían un dios atroz: Ares, quien reinaba sobre la guerra y las batallas. Personificaba la violencia en su aspecto brutal, incontrolado y tumultuoso; era salvaje y sanguinario, lo que le ganó poco afecto entre los humanos y la aversión de los otros dioses olímpicos.
Los romanos lo identificaron con Marte, una deidad que habían heredado de los etruscos y que regía sobre la guerra, pero también sobre la agricultura y la fecundidad de la tierra. Por esto, y porque lo consideraban el padre de Rómulo, uno de los fundadores de la ciudad, gozaba de altísima estima entre los pobladores.
Marte fue amante de Venus, con quien procreó varios hijos. Esta relación secreta y fogosa con la diosa del amor nos muestra otra cara del dios guerrero: una apasionada e intensamente corporal, que lo asocia con la potencia viril, masculina, con el valor, la osadía, la impulsividad, y para algunos, con la corporeidad activa y sensual del baile y las relaciones sexuales.
Marte era generalmente representado como un joven guerrero, alto, fornido y vigoroso. El relato mitológico enfatiza que fue su arrojo y su atractiva presencia las que sedujeron a la bella Venus, llevándola a traicionar a su marido, Hefesto. Así, la violencia del dios asesino difícilmente puede ser disociada de su cuerpo, campo en el que se fermenta esta irracional energía destructiva y al mismo tiempo fecunda.
Sorprende conocer que el planeta que lleva su nombre está también fuertemente arraigado en lo físico y concreto. De hecho, Marte es uno de los cuatro planetas «telúricos» –de naturaleza rocosa– del sistema solar, a diferencia del resto, los gigantes astros gaseosos. Su proximidad y parentesco con nuestro orbe, refuerzan la extrañeza que nos producen sus paisajes polvorientos y solitarios, y su abrupta geografía, resultado de enormes cataclismos «que no tienen equivalente en la Tierra».
Son fotografías de la superficie de Marte obtenidas por las más recientes exploraciones de la NASA e imágenes provenientes de sensores que registran diversas informaciones del planeta, las que ha tomado Antonio Briceño para crear las piezas que conforman esta exposición. Las huellas de la catastrófica geología marciana son superpuestas digitalmente por Briceño en imágenes que reproducen fragmentos de estatuas clásicas del dios Marte, tomadas de la web de seis importantes museos. Los ricos tejidos texturales y juegos cromáticos obtenidos de los registros satelitales del planeta rojo, son trasladados, como pieles marcadas, al hermoso cuerpo del joven guerrero esculpido.
Al ver estas imágenes, percibimos que la violencia ejercida por el Marte arquetípico, es un asunto del cuerpo. Es, por así decirlo, una violencia primaria, inmediata, y quizás por ello, más aterradora. Nos provoca el horror de la barbarie, de aquello que, como el extraño y cercano planeta, es incivilizado y, con ello, movido por fuerzas inconscientes o telúricas que escapan de cualquier control racional. Por otra parte, la referencia directa al cuerpo en estas obras las hace hondamente perturbadoras, como si a través de ellas reconociéramos que el cuerpo mismo es un campo en el que se libran magnas batallas emocionales y en que el alma lidia con la enfermedad, el dolor, el placer, la vejez y la muerte.
Toda la obra de Antonio Briceño posee un hondo sentido ético. Sus trabajos anteriores han actualizado una poética que gira en torno al planeta, los seres que lo pueblan, la naturaleza y la diversidad cultural y espiritual de la humanidad. El artista reflexiona constantemente sobre los diversos modos en que se manifiesta la riqueza de la vida planetaria y el frágil equilibrio del que depende su preservación.
Si bien el Marte arquetipal que se mueve en el inconsciente individual y colectivo, tutela la violencia y lo que ella acarrea y las acoge como actividades profundamente arraigadas en la naturaleza humana, puede, ante la negación o la desmesura, desatar su furia irracional e incontenible. En la complejidad del arquetipo de Marte yace este sutil equilibrio entre el cuerpo que aniquila y el que fecunda, provenientes ambos de una misma energía viril y activa. Cabría preguntarse si en nuestro acomodado mundo, altamente tecnificado, en el que solemos pensarnos como seres civilizados, pacíficos y benévolos, se ha propiciado un desequilibrio deshumanizador –¿acaso una desconexión del cuerpo y la emoción?– ,desencadenante de la irrefrenable violencia que como signo característico de nuestros tiempos, parece atentar incluso contra nuestra permanencia como especie en la Tierra.
La exposición “La piel de Marte” surge como continuidad de estas preocupaciones, que el artista centra hoy en la violencia y la devastación como síntomas de un desequilibrio de la psique del mundo, que podría llevarnos a la autoaniquilación, y cuya formulación en esta muestra alcanza una dimensión que involucra lo arquetipal, y que se interroga sobre el papel del psiquismo colectivo como verdadero activador de la historia.