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Si yo supiera, cristianos, que sobre mi oro habíades de reñir, no vos lo diera, ca soy amigo de toda paz y concordia. Maravíllome de vuestra ceguera y locura, que deshacéis las joyas bien labradas por hacer de ellas palillos, y que siendo tan amigos riñáis por cosa vil y poca. Más os valiera estar en vuestra tierra, que tan lejos de aquí está, si hay tan sabia y pulida gente como afirmáis, que no venir a reñir en la ajena, donde vivimos contentos los groseros y bárbaros hombres que llamáis. Mas empero, si tanta gana de oro tenéis, que desasoguéis y aun matéis los que lo tienen, yo os mostraré una tierra donde os hartéis de ello.

 

Con esta reprimenda que el indio Panquiaco espetó a sus huéspedes europeos, asombrado ante su insaciable sed de oro, nació el mito del El Dorado a comienzos del siglo XVI. Hordas de conquistadores continuaron invadiendo el continente en los siglos posteriores, impulsados por esa promesa de riqueza instantánea e ilimitada, que terminó por ser parte de la idiosincrasia de los pueblos erigidos. Oro y recursos fueron explotados de la naturaleza o expoliados de los pueblos originarios, una historia que aún hoy ensombrece el territorio.

 

Caracas fue fundada en las riberas del Guaire, río que desde finales del siglo XIX ha sido receptor de sus aguas servidas, cargando con toda suerte efluvios, cloacas, drenajes, objetos y hasta mitos urbanos: cuentan que justo antes de la demolición del Retén de Catia y la cárcel de La Planta -hace algo más de una década- los reos lanzaron al río sus botines, con el fin de recuperarlos al recobrar su libertad. Ese oro es el gran tesoro oculto. El mito de El Dorado que -mineros de espíritu- hemos ido excavando como ciudad, como nación y como continente, se ha devaluado hasta ubicarse en el fondo de nuestro vertedero.

 

El país se abrió recientemente a la extracción más devastadora con el Arco Minero del Orinoco, mientras en el Guaire proliferan mineros que van barriendo el fondo de las aguas fecales, examinando un detrito oscuro con la esperanza de encontrar alguna pieza, una joya, un fragmento que les permita vivir mejor que con el sueldo mínimo más bajo del hemisferio. Un gremio que acoge desde albañiles y estudiantes, hasta ex convictos y prófugos. 

 

Monedas antiguas, cadenas, prótesis dentales, anillos, el oro va apareciendo ante un batallón que se adentra con sus manos en lo que nadie quiere ver, persiguiendo una quimera para sobrevivir la etapa final de un mito fundacional en tal decadencia que degradó la esperanza hasta la zona de desechos.

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