Kelly Martínez
Septiembre 2013
En nuestras academias es poco lo que se nos enseña sobre la mitología y los dioses del continente al que pertenecemos. Sabemos más sobre los ojos de lechuza de Atenea o sobre el Ragnarok nórdico que sobre nuestras propias deidades, las que alguna vez pisaron –y tal vez todavía pisan- el suelo que habitamos y que se extiende de sur a norte del planeta. Y no es sólo un problema de las academias sino más bien –y al parecer- un problema de intereses: esos dioses no nos quitan el sueño, no los invocamos.
Hacen falta muchas páginas para explicar por qué es importante conocer de dónde venimos; conocer los mitos que forman la base, la primera célula, de nuestra manera colectiva de asumir el mundo. De todas formas, son muchos los que lo dijeron mejor que uno: Jung, Eliade o Campbell, por ejemplo. También se necesita mucho para explicar por qué el mito es un ente vivo. Es una lástima que en las escuelas no se le de mayor importancia a nuestros mitos y leyendas, más allá de la gracia de esos pequeños cuentos fantásticos que encontramos en los libros de lectura; cuentos irreales, locuras que se les ocurrían a las gentes de antes. Es una lástima que hayamos perdido la noción del mito como asimilación simbólica de la realidad; una que –y a pesar de los cambios- sigue conservando un sustrato común con la de nuestros antepasados.
Tampoco se trata de que unos dioses (unas costumbres, unas tradiciones, una idiosincrasia, una cultura) sean más importantes que otros. El mundo antiguo estaba más interconectado de lo que tal vez estamos nosotros. Aquí y allá deidades que se nombraban distinto pero que contenían una misma energía. No soy antropóloga o mitóloga pero basta sólo fijarse para darse cuenta de ello: Afrodita, Oshún y Freya son más o menos lo mismo y hablan no sólo de un tipo de mujer sino de una parte de lo femenino. ¿Cómo se nombró esa energía en nuestro continente? ¿Cómo se veía esa diosa? ¿Bajo qué atributos se mostraba? ¿Quiénes son nuestros dioses?
De tratar de responder, de cubrir el bache, se ha encargado el fotógrafo venezolano Antonio Briceño. Con una propuesta iconográfica propia, sus Dioses de América nos muestra el panteón de dioses de la naturaleza panamericana. Para ello, visita distintas etnias indígenas con las cuales convive y, entre los habitantes, selecciona al modelo que encarnará al dios o lo diosa. Al retrato agrega, digitalmente, fondos de paisajes del lugar, intervenidos, que terminan de configurar el espacio sacro de la imagen; una que confirma la otredad, la presencia de esa otredad, viva, cantando todavía sobre los parajes de América.
Trabajar el conjunto de esas imágenes es una labor ardua. Prefiero detenerme en una e intentar explorar sus significaciones. Asoma la de Pulowi, Diosa de la Tierra en la cultura wayú o, como la nombra el fotógrafo, Pulowi, sirena del desierto y que, desde siempre, ha ejercido una profunda fascinación en mí. ¿Qué me dice la imagen sobre la diosa que re-presenta? ¿De qué recursos se vale Briceño para esa re-presentación, para hablarnos? ¿Quién es Pulowi? ¿Por qué ejerce esa fascinación?
Son muchos los significados que se encuentran para el nombre Pulowi. Tenemos que viene de la palabra pülaa y que puede connotar tener poderes sobrenaturales, ser malévolo, estar prohibido, ser tabú. También hace referencia a la transformación y a la vanidad. Como diosa madre –y a diferencia de nuestra concepción judeo-cristiana de la madre- Pulowi no es una diosa benévola. Esposa de Juyá, la lluvia, es la sequía; es la que rapta a los pescadores y cazadores. Su presencia es funesta y su sola mirada provoca la muerte. Tal vez de allí ese rostro velado, en la foto de Briceño, ese aire de fantasmagoría. Como las sirenas, Pulowi seduce y mata, su belleza es fulminante. Pero no es sólo diosa, es una energía: en la Guajira hay lugares tabú, lugares Pulowi.
Sin embargo, ella –al juntarse con Juyá- es también el calor y la tierra que se hace fértil; a su alrededor crecen plantas. Como lo femenino, contiene la vida y la muerte. Allí, en la imagen, están los colores, el umbral entre la arena y el agua, para recordárnoslo. Pulowi es hermosa, hermosa en la misma manera en que lo son las entradas a las cuevas, ese lugar donde se confunden luz y oscuridad o hermosa a la manera de las fieras salvajes. Es seductora, es la serpiente que se mueve de la misma forma en cómo se mueve su bata en la imagen: ondulante. Una ondulación y un vestido que son también –y si nos fijamos- las alas de una mariposa. Pulowi es crisálida: monstruo hermoso, belleza monstruosa; umbral. Ya lo había dicho, también su nombre es la transformación y la vanidad.
Es decir, los símbolos, en la fotografía, no son símbolos escogidos azarosamente. A través de ellos podemos entrever el misterio de una diosa que, efectivamente, es lo amable y lo terrible; que se mueve entre dos aspectos, que no es buena o mala sino multiforme. Y es una feminidad que depende de lo masculino para hacerse benévola. Pulowi es la madre que nos pare, nos nutre y devora. Como las mujeres para la cultura wayú, es el sostén de la vida, su hilo; una suerte de Moira. Si la diosa de la imagen se voltea, si nos muestra su rostro, nos abraza o nos destruye; con ella no se sabe, ella es el misterio. En la fotografía, tanto lo vedado –ese rostro que no vemos- como lo que se ofrece –su vestido al viento, un paisaje dual donde lo estéril y lo fecundo conviven- construyen una imagen arquetipal que refiere no sólo a los diversos aspectos de una diosa, sino a los diversos aspectos de lo femenino; aspectos atravesados por la seducción, lo frágil, lo fértil pero también por lo oscuro, por los cráteres de los volcanes.
Pero es sobre todo, un espejismo. Pulowi es el peligro –como comenta Antonio Briceño- de sucumbir ante la ilusión. De allí ese aire irreal en la imagen, esa suerte de visión fugaz que atrapa y petrifica. Y resulta curioso que ilusión y espejismo sea también la fotografía.
Si hay algo que resulta apasionante en la obra de Antonio Briceño es el hecho de que esté situado a mitad de camino entre la fotografía tradicional, directa y la fotografía manipulada digitalmente, al menos en esta serie. En ella se integran dos lenguajes que son dos maneras de hacer ficción. Todos sabemos que la fotografía no es la realidad, si acaso un reflejo de la misma. La fotografía también aparece, se revela. La realidad tal vez otra sirena ante cuyo canto el fotógrafo-cazador-pescador sucumbe. La cámara una suerte de escudo de Perseo en el cual se refleja la cabeza de la Gorgona, uno que evita que quien contempla se petrifique; lo petrificado es la imagen. Y si a eso agregamos la manipulación digital –en esta imagen el paisaje de fondo está construido con varias imágenes, Pulowi es una modelo fotografiada directamente- tenemos entonces un espacio de irrealidades, de ilusión, que nos remiten a la esencia de lo que se representa.
No podía ser de otra forma cuando se habla de dioses. Además ¿cómo llevar lo no terreno al espacio corpóreo de la fotografía? Las manipulaciones digitales en Dioses de América no son un mero capricho; no son meras ganas del fotógrafo de adaptarse a los tiempos que corren sino una herramienta necesaria para hablar de una realidad más allá de la realidad. El paisaje al fondo de la diosa Pulowi tiene tanto de espejismo, de aparición seductora como ella. Sin su aire de ensueño, de quimera, la manifestación de la energía sagrada no estaría completa; no se traduciría ante los ojos del espectador. Todos hemos visto paisajes de La Guajira, de su aridez e intuimos que hay algo aquí que está fuera de contexto. Uno se sitúa frente a esta imagen, aun y cuando nada se sepa sobre la diosa y sabe que algo allí se está escapando del marco de lo cotidiano; que la fotografía tiene algo –no sabemos qué- que no se encuentra en el orden natural de las cosas: el velo de lo real ha sido trasgredido; ante Pulowi y su vestido ondulante somos sorpresa y sobrecogimiento. Antonio Briceño nos ha dado, por un segundo, la posibilidad de mirar a los dioses, de estar cerca de ellos tal y como hicieron tantos artistas en la antigüedad. No es sólo el mito lo que aquí se mantiene vigente, lo que se conecta con un pasado remoto. También la labor del fotógrafo se conecta con la de todos esos artistas –tantas veces anónimos- que en la antigüedad se encargaron de darles rostros a los dioses.
Para ello, el respeto y la reverencia; un silencio con el que se entra a lo sacro. Maravilla en esta imagen, precisamente, ese silencio. Uno allí imagina, uno escucha el ondear de la tela, movida por el viento. Uno asiste al encuentro con Pulowi, encuentro funesto y maravilloso a la vez. Y asiste al encuentro con la fotografía, en este caso, con la mirada de Briceño que, sólo con esta pieza, con este mínimo botón, nos habla de un lenguaje que, definitivamente, se ha tomado muy en serio la labor de volver visible lo invisible.
Antonio Briceño, mago sacando dioses de la cámara, tocado por la gracia. Aquí, una diosa espejismo, el espejismo de la fotografía. O la encarnación de la diosa, la encarnación de la realidad en la imagen fotográfica.
Tomado el 24 de septiembre de 2013 de:
http://creativa.sacven.org/?p=7039