Todos nuestros motivos arquitectónicos y musicales, todas nuestras armonías de color y de luz, etc., son directamente tomadas de la naturaleza. Sin evocar el mar, la montaña, los cielos, la noche, los crepúsculos, ¿qué no podría decirse, por ejemplo, sobre la belleza de los árboles? Hablo no solamente del árbol considerado en el bosque, que es una de la fuerzas de la Tierra, quizá la principal fuente de nuestros instintos, de nuestro sentimiento del universo, sino del árbol en sí, del árbol solitario, cuya verde vejez está cargada de un millar de estaciones. Entre estas impresiones que, sin que lo sepamos, forman el hueco límpido y quizá el fondo de felicidad y de calma de toda nuestra existencia, ¿quién de nosotros no guarda memoria de algunos hermosos árboles? Cuando se ha pasado la mitad de la vida, cuando se llega al término del período maravillado, cuando se han agotado casi todos los espectáculos que puedan ofrecer el arte, el genio y el lujo de los siglos y de los hombres, después de haber experimentado y comparado muchas cosas, se vuelve a sencillísimos recuerdos. Éstos levantan en el horizonte purificado dos o tres imágenes inocentes, invariables y frescas, que quisiéramos llevarnos en el último sueño, si es verdad que una imagen puede pasar el umbral que separa nuestros dos mundos. Yo no imagino paraíso, ni vida de ultratumba por espléndida que sea, en que no estuviesen en un sitio tal magnifica haya de la Sainte Baume, tal ciprés o tal pino parasolado de Florencia o de una humilde ermita vecina de mi casa, que ofrecen al transeúnte el modelo de todos los grandes movimientos de resistencia necesaria, de valor tranquilo, de empuje, de gravedad, de victoria silenciosa y de perseverancia.
Maurice Maeterlinck
La inteligencia de las flores
En sus copas susurran el mundo, sus raíces descansan en lo infinito, pero no se pierden en él, sino que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, que reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos. Nada hay más ejemplar y más santo qué un árbol hermoso y fuerte. Cuando se ha talado un árbol y éste muestra al mundo su herida mortal, en la clara circunferencia de su cepa y monumento puede leerse toda su historia: en los cercos y deformaciones están descritos con facilidad todo su sufrimiento, toda la lucha, todas las enfermedades, toda la dicha y prosperidad, los años frondosos, los ataques superados y las tormentas sobrevividas. Y cualquier campesino joven sabe que la madera más dura y noble tiene los cercos más estrechos, que en lo alto de las montañas y en peligro constante crecen los troncos más fuertes, ejemplares e indestructibles.
Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar por ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas; predican indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida.
Un árbol dice: en mi vida se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre Tierra. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno en mis marcas singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo hasta el fin del secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es.
Hermann Hesse
El caminante