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Homo sapiens, el mono pensante, con capacidad para aprehender los sustentos del bien y el mal desde su llegada al clan. Ya en el primer día de La Creación, según el Génesis, Dios definió la existencia de lo bueno y de lo malo. En el origen de nuestra consciencia existen mecanismos de valoración únicos que nos obligan e  imponen la serie de definiciones y reglas arbitrarias en las que basamos nuestra identidad. Tener consciencia, de entrada, implica estar bajo el dominio de las leyes tácitas de la colectividad a la que pertenecemos.

 

Nuestro pensamiento se desenvuelve en el mundo del lenguaje, dicotómico desde su génesis. Está regido por la lucha ficticia entre el bien y el mal, lo claro y lo oscuro, lo antagónico. Por concepciones binarias y asociaciones cargadas de prejuicios y proyecciones arcaicas que forman parte de nuestro arraigo y estructura ancestral. Hay zonas de confort y zonas de temor.

 

Algunos ámbitos suelen estar asociados al peligro y al mismo tiempo ejercer gran fascinación. La selva, un mundo tan potente, cargado de toda suerte de arquetipos y conexiones, habitada por incontables seres en permanente interacción, ha sido siempre temida y tratada con respeto. Contiene tanta vida como muerte. Es mucho más lo que oculta que lo que muestra. Los símbolos que genera, aunque universales, pueden ser también crípticos y esquivos. La selva conforma la red más extensa y compleja de relaciones, tejida sobre una infinita variedad de posibilidades  biológicas y simbólicas.

 

Desde niño he sufrido de dendrolatría (amor por el bosque) y en las últimas semanas he tenido la fortuna de contrarrestar los efectos de la cuarentena por el Covid-19 inmiscuyéndome en las selvas de Samambaya, cuyo bosque tropical, a 20 minutos de mi casa, es un relicto de lo que fueron los bosques altos de Caracas. Un Edén.

 

En ellas me encontré con plantas de esas que dibujan la escenografía y protagonizan el drama. Al aislarlas del todo en una imagen, se convierten en una representación de sí mismas. Se transforman en íconos, ideogramas de un alfabeto. Pero, tanto como los símbolos que encarnan, me interesan las ideas que generan al relacionarse entre sí. Cómo se redefinen para construir en concierto con el otro. Me interesa la tensión de la dicotomía. Cada par de imágenes trae un mensaje personal, efímero y arcaico. Se conjugan símbolos diferentes para invocar una valoración que puede ir del complemento y la afinidad al antagonismo y la contradicción. Nuestro arsenal personal determina la complejidad y orientación de nuestras percepciones e interpretaciones.

 

Los dípticos de esta serie están basados en relaciones intuitivas.  La utilidad  de cada imagen individual está en su capacidad de conjugación con otra para construir sentidos. Estos dúos son breves poemas visuales, inquietudes, celebraciones o disyuntivas. La danza o la confrontación de arquetipos con una misma raíz aunque sus direcciones puedan parecer antagónicas.

 

Probablemente no exista ninguna otra biblioteca como la naturaleza. Y es en la selva tropical donde la cantidad, diversidad y belleza de símbolos y relaciones constituye un inagotable pozo de imágenes para la sed de nuestro espíritu. Estamos entretejidos ancestralmente a la utópica idea de un paraíso perdido, encarnado en un bosque pleno de recursos inagotables, en el que millones de actores desempeñan su prodigiosa labor y del cual la más sutil contemplación, aunque sea a través de fortuitas dicotomías, nos revela prodigios y nos habla de nuestro interior. Y de nuestra esperanza.

Septiembre 2020

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